¿Cómo Puedo Llegar a Cristo?

La naturaleza y la revelación a una dan testimonio del amor de Dios. La transgresión de la ley de Dios, de la ley de amor, fue lo que trajo consigo dolor y muerte. Sin embargo, en medio del sufrimiento resultante del pecado se manifiesta el amor de Dios. “Dios es amor” está escrito en cada capullo de flor que se abre, en cada tallo de la naciente hierba.

El Señor Jesús vino a vivir entre los hombres, a manifestar al mundo el amor infinito de Dios. Su corazón rebosaba de tierna simpatía por los hijos de los hombres. Se revistió de la naturaleza del hombre para poder simpatizar con sus necesidades. Los más pobres y humildes no tenían temor de allegársele. Tal fue el carácter que Cristo reveló en Su vida. Tal es el carácter de Dios.

Jesús vivió, sufrió y murió para redimirnos. Se hizo “Varón de dolores” para que nosotros fuésemos hechos participantes del gozo eterno. Pero este gran sacrificio no fue hecho para crear amor en el corazón del Padre hacia el hombre, ni para moverle a salvarnos. ¡No! ¡No! “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a Su Hijo unigénito.” Juan 3:16. Si el Padre nos ama no es a causa de la gran propiciación, sino que El proveyó la propiciación porque nos ama. Nadie sino el Hijo de Dios podía efectuar nuestra redención.

¡Cuán valioso hace esto al hombre! Por la transgresión, los hijos de los hombres son hechos súbditos de Satanás. Por la fe en el sacrificio expiatorio de Cristo, los hijos de Adán pueden llegar a ser hijos de Dios. Este pensamiento ejerce un poder subyugador que somete el entendimiento a la voluntad de Dios.

El hombre estaba dotado originalmente de facultades nobles y de un entendimiento bien equilibrado. Era perfecto y estaba en armonía con Dios. Sus pensamientos eran puros, sus designios santos. Pero por la desobediencia, sus facultades se pervirtieron y el egoísmo reemplazó el amor. Su naturaleza quedó tan debilitada por la transgresión que ya no pudo, por su propia fuerza, resistir el poder del mal.

Es imposible que escapemos por nosotros mismos del hoyo de pecado en el que estamos sumidos. Nuestro corazón es malo, y no lo podemos cambiar. Debe haber un poder que obre desde el interior, una vida nueva de lo alto, antes que el hombre pueda convertirse del pecado a la santidad. Ese poder es Cristo. Únicamente Su gracia puede vivificar las facultades muertas del alma y atraer ésta a Dios, a la santidad. Para todos ellos hay una sola contestación: “¡He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!” Juan 1:29. Aprovechemos los medios que nos han sido provistos para que seamos transformados conforme a Su semejanza y restituídos a la comunión de los ángeles ministradores, a la armonía y comunión del Padre y del Hijo.

Cómo se justificará el hombre con Dios? ¿Cómo se hará justo el pecador? Sólo por intermedio de Cristo podemos ser puestos en armonía con Dios y con la santidad; pero ¿cómo debemos ir a Cristo?

El arrepentimiento comprende tristeza por el pecado y abandono del mismo. No renunciamos al pecado a menos que veamos su pecaminosidad. Mientras no lo repudiemos de corazón, no habrá cambio real en nuestra vida.

Pero cuando el corazón cede a la influencia del Espíritu de Dios, la conciencia se vivifica y el pecador discierne algo de la profundidad y santidad de la sagrada ley de Dios, fundamento de Su gobierno en los cielos y en la tierra. La convicción se posesiona de la mente y del corazón.

La oración de David después de su caída ilustra la naturaleza del verdadero dolor por el pecado. Su arrepentimiento fue sincero y profundo. No se esforzó él por atenuar su culpa y su oración no fue inspirada por el deseo de escapar al juicio que le amenazaba. David veía la enormidad de su transgresión y la contaminación de su alma; aborrecía su pecado. No sólo pidió perdón, sino también que su corazón fuese purificado. Anhelaba el gozo de la santidad y ser restituido a la armonía y comunión con Dios. Sentir un arrepentimiento como éste es algo que supera nuestro propio poder; se lo obtiene únicamente de Cristo.

Cristo está listo para libertarnos del pecado, pero no fuerza la voluntad. ¿Si rehusamos, qué más puede hacer El? Estudiad la Palabra de Dios con oración. Cuando veáis la enormidad del pecado, cuando os veáis como sois en realidad, no os entreguéis a la desesperación, pues a los pecadores es a quienes Cristo vino a salvar. Cuando Satanás acude a decirte que eres un gran pecador, alza los ojos a tu Redentor y habla de Sus méritos. Reconoce tu pecado, pero di al enemigo que “Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores,” y que puedes ser salvo. 1 Tim. 1:15

El que encubre sus transgresiones, no prosperará; mas quien las confiese y las abandone, alcanzará misericordia.”  Proverbios 28:13.

Las condiciones indicadas para obtener la misericordia de Dios son sencillas, justas y razonables. Confesad vuestros pecados a Dios, el único que puede perdonarlos, y vuestras faltas unos a otros. Los que no han humillado su alma delante de Dios reconociendo su culpa, no han cumplido todavía la primera condición de la aceptación. Debemos tener la voluntad de humillar nuestros corazones y cumplir con las condiciones de la Palabra de verdad. La confesión que brota de lo íntimo del alma sube al Dios de piedad infinita. La verdadera confesión es siempre de un carácter específico y reconoce pecados particulares. Pero toda confesión debe hacerse definida y directa. Está escrito: “Si confesamos nuestros pecados, El es fiel y justo para perdonarnos nuestros pecados, y limpiarnos de toda iniquidad.” 1 Juan  1:9.

La promesa de Dios es: “Me buscaréis y Me hallaréis porque Me buscaréis de todo vuestro corazón.” Jeremías 29:13.

Debemos dar a Dios todo el corazón, o no se realizará el cambio que se ha de efectuar en nosotros, por el cual hemos de ser transformados conforme a la semejanza divina.

La guerra contra nosotros mismos es la batalla más grande que jamás se haya reñido. El rendirse a sí mismo, entregando todo a la voluntad de Dios, requiere una lucha; mas para que el alma sea renovada en santidad, debe someterse antes a Dios.

Al consagrarnos a Dios, debemos necesariamente abandonar todo aquello que nos separaría de El. Hay quienes profesan servir a Dios a la vez que confían en sus propios esfuerzos para obedecer Su ley, desarrollar un carácter recto y asegurarse la salvación. Sus corazones no son movidos por algún sentimiento profundo del amor de Cristo, sino que procuran cumplir los deberes de la vida cristiana como algo que Dios les exige para ganar el cielo. Una religión tal no tiene valor alguno.

Cuando Cristo mora en el corazón, el alma rebosa de tal manera de Su amor y del gozo de Su comunión, que se aferra a El; y contemplándole se olvida de sí misma. El amor a Cristo es el móvil de sus acciones.

Los que sienten el amor constreñidor de Dios no preguntan cuánto es lo menos que pueden darle para satisfacer lo que El requiere; no preguntan cuál es la norma más baja que acepta, sino que aspiran a una vida de completa conformidad con la voluntad de su Redentor.

¿Creéis que es un sacrificio demasiado grande darlo todo a Cristo? Preguntaos: “¿Qué dio Cristo por mí?” El Hijo de Dios lo dio todo para redimirnos: vida, amor y sufrimientos. ¿Es posible que nosotros, seres indignos de tan grande amor, rehusemos entregarle nuestro corazón?

¿Y qué abandonamos cuando lo damos todo? Un corazón manchado de pecado, para que el Señor Jesús lo purifique y lo limpie con Su propia sangre, para que lo salve con Su incomparable amor. ¡Y sin embargo, los hombres hallan difícil renunciar a todo! Dios no nos pide que renunciemos a cosa alguna cuya retención contribuiría a nuestro mayor provecho. En todo lo que hace, tiene presente el bienestar de Sus hijos.

Muchos dicen: “¿Cómo me entregaré a Dios?” Deseáis hacer Su voluntad, mas sois moralmente débiles, esclavos de la duda y dominados por los hábitos de vuestra vida de pecado. Vuestras promesas y resoluciones son tan frágiles como telarañas. No podéis gobernar vuestros pensamientos, impulsos y afectos. El conocimiento de vuestras promesas no cumplidas y de vuestros votos quebrantados debilita la confianza que tuvisteis en vuestra propia sinceridad, y os induce a sentir que Dios no puede aceptaros; mas no necesitáis desesperar. Lo que debéis entender es la verdadera fuerza de la voluntad. Esta es el poder gobernante en la naturaleza del hombre, la facultad de decidir o escoger. Todo depende de la correcta acción de la voluntad. Dios dio a los hombres el poder de elegir; a ellos les toca ejercerlo. No podéis cambiar vuestro corazón, ni dar por vosotros mismos sus afectos a Dios; pero podéis escoger servirle. Podéis darle vuestra voluntad, para que El obre en vosotros tanto el querer como el hacer, según Su voluntad. De ese modo vuestra naturaleza entera estará bajo el dominio del Espíritu de Cristo, vuestros afectos se concentrarán en El y vuestros pensamientos se pondrán en armonía con El.

Desear ser bondadosos y santos es rectísimo; pero si no pasáis de esto, de nada os valdrá. Muchos se perderán esperando y deseando ser cristianos. No llegan al punto de dar su voluntad a Dios. Nodeciden ser cristianos ahora.

Por medio del debido ejercicio de la voluntad, puede obrarse un cambio completo en vuestra vida. Al dar vuestra voluntad a Cristo, os unís con el poder que está sobre todo principado y potestad. Tendréis fuerza de lo alto para sosteneros firmes, y rindiéndoos así constantemente a Dios seréis fortalecidos para vivir una vida nueva, es a saber, la vida de la fe.

A medida que vuestra conciencia ha sido vivificada por el Espíritu Santo, habéis visto algo de la perversidad del pecado, de su poder, su culpa, su miseria; y lo miráis con aborrecimiento. Lo que necesitáis es paz. Habéis confesado vuestros pecados y en vuestro corazón los habéis desechado. Habéis resuelto entregaros a Dios. Id, pues, a El, y pedidle que os limpie de vuestros pecados, y os dé un corazón nuevo.

Creed que lo hará porque lo ha prometido. Debemos creer que recibimos el don

 que Dios nos promete, y lo poseemos. Tú No puedes expiar tus pecados pasados, no puedes cambiar tu corazón y hacerte santo. Mas Dios promete hacer todo esto por ti mediante Cristo. Crees en esa promesa. Confiesas tus pecados y te entregas a Dios. Quieres servirle. Tan ciertamente como haces esto, Dios cumplirá Su palabra contigo. Si crees la promesa, Dios suple el hecho. No aguardes hastasentir que estás sano, mas di: “Lo creo; así es, no porque lo sienta, sino porque Dios lo ha prometido.”

Dice el Señor Jesús: “Todo cuanto pidiéreis en la oración, creed que lo recibísteis ya; y lo tendréis.” Marcos 11:24.  Una condición acompaña esta promesa: que pidamos conforme a la voluntad de Dios. Pero es la voluntad de Dios limpiarnos del pecado, hacernos hijos Suyos y habilitarnos para vivir una vida santa. De modo que podemos pedir a Dios estas bendiciones, creer que las recibimos y agradecerle por haberlas recibido.

De modo que ya no te perteneces, porque fuiste comprado por precio. Mediante este sencillo acto de creer en Dios, el Espíritu Santo engendró nueva vida en tu corazón. Eres como un niño nacido en la familia de Dios, y El te ama como a Su Hijo.

Ahora que te has consagrado al Señor Jesús, no vuelvas atrás, no te separes de El, mas repite todos los días: “Soy de Cristo; Le pertenezco;” pídele que te dé Su Espíritu y que te guarde por Su gracia. Así como consagrándote a Dios y creyendo en El llegaste a ser Su hijo, así también debes vivir en El.

Miles se equivocan en esto: no creen que el Señor Jesús los perdone personal e individualmente. No creen al pie de la letra lo que Dios dice. Es privilegio de todos los que llenan las condiciones saber por sí mismos que el perdón de todo pecado es gratuito. Alejad la sospecha de que las promesas de Dios no son para vosotros. Son para todo pecador arrepentido.

Alzad la vista los que vaciláis y tembláis; porque el Señor Jesús vive para interceder por nosotros. Agradeced a Dios por el don de Su Hijo amado.

Si alguno está en Cristo, es una nueva criatura; las cosas viejas pasaron ya, he aquí que todo se ha hecho nuevo.” 2 Corintios 5:17.

Es posible que una persona no sepa indicar el momento y lugar exactos de su conversión, o que no pueda tal vez señalar la cadena de circunstancias que la llevaron a ese momento; pero esto no prueba que no se haya convertido. Se notará un cambio en el carácter, en las costumbres y ocupaciones. El contraste entre lo que eran antes y lo que son ahora será muy claro e inequívoco. ¿Quién posee nuestro corazón?  ¿Con quién están nuestros pensamientos? ¿De quién nos gusta hablar? ¿Para quién son nuestros más ardientes afectos y nuestras mejores energías? Si somos de Cristo, nuestros pensamientos están con El. No hay evidencia de arrepentimiento verdadero cuando no se produce una reforma en la vida. La hermosura del carácter de Cristo ha de verse en los que Le siguen. El se deleitaba en hacer la voluntad de Dios.

Hay dos errores contra los cuales los hijos de Dios deben guardarse en forma especial. El primero es el de fijarnos en nuestras propias obras, confiando en algo que podamos hacer para ponernos en armonía con Dios. Todo lo que el hombre puede hacer sin Cristo está contaminado de egoísmo y pecado. Sólo la gracia de Cristo, por medio de la fe, puede hacernos santos.

El error opuesto y no menos peligroso consiste en sostener que la fe en Cristo exime a los hombres de guardar la ley de Dios, y que en vista de que sólo por la fe llegamos a ser participantes de la gracia de Cristo, nuestras obras no tienen nada que ver con nuestra redención.

La obediencia es el fruto de la fe. La justicia se define por la norma de la santa ley de Dios, expresada en los diez mandamientos. Éxodo 20:3-20. La así llamada fe en Cristo que, según se sostiene, exime a los hombres de la obligación de obedecer a Dios, no es fe, sino presunción. La condición para alcanzar la vida eterna es ahora exactamente la misma de siempre, tal cual era en el paraíso antes de la caída de nuestros primeros padres: la perfecta obediencia a la ley de Dios, la perfecta justicia. Si la vida eterna se concediera con alguna condición inferior a ésta, peligraría la felicidad de todo el universo. Se le abriría la puerta al pecado con toda su secuela de dolor y miseria para siempre.

Cristo cambia el corazón. El habita en el vuestro por la fe. Debéis mantener esta comunión con Cristo por la fe y la sumisión continua de vuestra voluntad a El. Mientras lo hagáis, El obrará en vosotros para que queráis y hagáis conforme a Su beneplácito.

Cuanto más cerca estéis de Jesús, más imperfectos os reconoceréis; porque veréis tanto más claramente vuestros defectos a la luz del contraste de Su perfecta naturaleza. Esta es una señal cierta de que los engaños de Satanás han perdido su poder, y de que el Espíritu de Dios os está despertando. No puede existir amor profundo hacia el Señor Jesús en el corazón que no comprende su propia perversidad.El alma transformada por la gracia de Cristo admirará Su divino carácter. Una percepción de nuestra pecaminosidad nos impulsa hacia Aquel que puede perdonarnos, y cuando comprendiendo nuestro desamparo nos esforcemos por seguir a Cristo, El se nos revelará con poder. Cuanto más nos impulse hacia El y hacia la Palabra de Dios el sentimiento de nuestra necesidad, tanto más elevada visión tendremos del carácter de nuestro Redentor y con tanta mayor plenitud reflejaremos Su imagen.

En la Escritura se llama nacimiento al cambio de corazón por el cual somos hechos hijos de Dios. También se lo compara con la germinación de la buena semilla sembrada por el labrador. Dios es el que hace florecer el capullo y fructificar las flores. Su poder es el que hace a la simiente desarrollar. Marcos 4:28.

Como la flor se vuelve hacia el sol para que los brillantes rayos le ayuden a perfeccionar su belleza y simetría, así debemos volvernos hacia el Sol de justicia, a fin de que la luz celestial brille sobre nosotros y nuestro carácter se transforme a la imagen de Cristo.

Preguntaréis tal vez: “¿Cómo permaneceremos en Cristo?” Pues, del mismo modo en que Le recibisteis al principio. “De la manera, pues, que recibisteis a Cristo Jesús el Señor, así andad en El.” Colosenses 2:6. Por la fe llegasteis a ser de Cristo, y por la fe tenéis que crecer en El, dando y recibiendo. Tenéis que darle todo: el corazón, la voluntad, la vida, daros a El para obedecerle en todo lo que os pida; y debéis recibirlo todo: a Cristo, la plenitud de toda bendición, para que more en vuestro corazón, sea vuestra fuerza, vuestra justicia, vuestro eterno Auxiliador, y os dé poder para obedecer.

Conságrate a Dios todas las mañanas; haz de esto tu primer trabajo. Sea tu oración: “Tómame ¡oh Señor! como enteramente Tuyo. Pongo todos mis planes a Tus pies. Usame hoy en Tu servicio. Mora conmigo, y sea toda mi obra hecha en Ti.” Este es un asunto diario. Somete todos tus planes a El, para ponerlos en práctica o abandonarlos, según te lo indicare Su providencia. Podrás así poner cada día tu vida en las manos de Dios, y ella será cada vez más semejante a la de Cristo.

La vida en Cristo es una vida de reposo. Tal vez no haya éxtasis de los sentimientos, pero debe haber una confianza continua y apacible. Cuando pensamos mucho en nosotros mismos, nos alejamos de Cristo, la fuente de la fortaleza y la vida. Por esto Satanás se esfuerza constantemente por mantener la atención apartada del Salvador, a fin de impedir la unión y comunión del alma con Cristo.

Cuando Cristo Se humanó, vinculó a la humanidad Consigo mediante un lazo que ningún poder es capaz de romper, salvo la decisión del hombre mismo. Satanás nos presentará de continuo incentivos para inducirnos a romper ese lazo, a decidir que nos separemos de Cristo. Mantengamos por lo tanto los ojos fijos en Cristo, y El nos preservará. Confiando en Jesús, estamos seguros. Nada puede arrebatarnos de Su mano.Todo lo que Cristo fue para Sus discípulos desea serlo para Sus hijos hoy.

Oró por nosotros y pidió que fuésemos uno con El, como El es uno con el Padre. ¡Cuán preciosa unión! Así, amándole y morando en El, creceremos “en todos respectos en el que es la cabeza, es decir, en Cristo.”  Efesios 4:15.

Dios es la fuente de vida, luz y gozo para el universo. Dondequiera que la vida de Dios esté en el corazón de los hombres, inundará a otros de amor y bendición.

El gozo de nuestro Salvador se cifraba en levantar y redimir a los hombres caídos. Para lograr este fin no consideró Su vida como cosa preciosa, sino que sufrió la cruz y menospreció la ignominia. Cuando atesoramos el amor de Cristo en el corazón, así como una dulce fragancia, no puede ocultarse. El amor al Señor Jesús se manifestará por el deseo de trabajar como El trabajó, para beneficiar y elevar a la humanidad. Nos inspirará amor, ternura y simpatía a todas las criaturas que gozan del cuidado de nuestro Padre celestial. Así también los que son participantes de la gracia de Cristo estarán dispuestos a hacer cualquier sacrificio para que los otros por quienes El murió compartan el don celestial. Harán cuanto puedan para que su paso por el mundo lo mejore. Este espíritu es el fruto seguro del alma verdaderamente convertida. Tan pronto como uno acude a Cristo nace en el corazón un vivo deseo de hacer saber a otros cuán precioso amigo encontró en el Señor Jesús. Si hemos probado y visto que el Señor es bueno, tendremos algo que decir a otros. Procuraremos presentarles los atractivos de Cristo y las realidades invisibles del mundo venidero. Anhelaremos seguir en la senda que Jesús recorrió.

Y el esfuerzo por hacer bien a otros se tornará en bendiciones para nosotros mismos. Los que así participan en trabajos de amor son los que más se acercan a su Creador. El trabajo desinteresado por otros da al carácter profundidad, firmeza y una amabilidad como la de Cristo; trae paz y felicidad al que posea tal carácter. La fuerza se desarrolla con el ejercicio. No necesitamos ir a tierras de paganos–ni aun dejar el estrecho círculo del hogar, si allí nos retiene el deber –a fin de trabajar por Cristo. Con espíritu de amor, podemos ejecutar los deberes más humildes de la vida “como para el Señor.”Colosenses 3:23. Si tenemos el amor de Dios en el corazón se manifestará en nuestra vida. No debéis esperar mejores oportunidades o capacidades extraordinarias para empezar a trabajar por Dios. Los más humildes y más pobres de los discípulos de Jesús pueden ser una bendición para otros.

Son muchas las maneras en que Dios procura dársenos a conocer y ponernos en comunión con El. Si tan sólo queremos escuchar, las obras que Dios creó nos enseñarán preciosas lecciones de obediencia y confianza.

No se derraman lágrimas sin que El lo note. No hay sonrisa que para El pase inadvertida. Si creyéramos implícitamente esto, desecharíamos toda ansiedad indebida. Nuestras vidas no estarían tan llenas de desengaños como ahora; porque cada cosa, grande o pequeña, se dejaría en las manos de Dios.

Dios nos habla mediante Sus obras providenciales y la influencia de Su Espíritu Santo en el corazón. Dios nos habla también en Su Palabra. En ella tenemos, en líneas más claras, la revelación de Su carácter, de Su trato con los hombres y de la gran obra de la redención. Llenad vuestro corazón con las palabras de Dios. Son el agua viva que apaga vuestra sed. Son el pan vivo que descendió del cielo.

El tema de la redención es un tema que los ángeles desean escudriñar; será la ciencia y el canto de los redimidos durante las interminables edades de la eternidad. ¿No es un tema digno de atención y estudio ahora? Mientras meditemos en el Salvador, nuestra alma tendrá hambre y sed de llegar a ser como Aquel a Quien adoramos.

La Biblia fue escrita para la gente común. Las grandes verdades necesarias para la salvación están presentadas con tanta claridad como la luz del mediodía; No hay ninguna cosa mejor para fortalecer la inteligencia que el estudio de las Santas Escrituras. No se saca sino un beneficio muy pequeño de una lectura precipitada de las Sagradas Escrituras. Un pasaje estudiado hasta que su significado nos sea claro y evidentes sus relaciones con el plan de salvación, resulta de mucho más valor que la lectura de muchos capítulos sin un propósito determinado y sin obtener una instrucción positiva.

Tened vuestra Biblia a mano. Leedla cuando tengáis oportunidad; fijad los textos en vuestra memoria.

No podemos obtener sabiduría sin una atención verdadera y un estudio con oración. Nunca se deben estudiar las Sagradas Escrituras sin oración. Antes de abrir sus páginas debemos pedir la iluminación del Espíritu Santo, y ésta nos será dada. Los ángeles del mundo de luz acompañarán a los que busquen con humildad de corazón la dirección divina. Cuánto no estimará Dios a la raza humana, siendo que dio a Su Hijo para que muriese por ella, y manda Su Espíritu para que sea de continuo el Ma-
estro y Guía del hombre!

Dios nos habla por la naturaleza y por la revelación, por Su providencia y por la influencia de Su Espíritu. Pero esto no basta; necesitamos abrirle nuestro corazón. Para ponernos en comunión con Dios debemos tener algo que decirle tocante a nuestra vida real.

Orar es el acto de abrir nuestro corazón a Dios como a un amigo. No es que se necesite esto para que Dios sepa lo que somos, sino a fin de capacitarnos para recibirle. La oración no baja a Dios hacia nosotros, antes bien nos eleva a El.

Nuestro Padre celestial está esperando para derramar sobre nosotros la plenitud de Sus bendiciones. ¡Cuán extraño es que oremos tan poco! Dios está pronto y dispuesto a oír la oración de Sus hijos. ¿Qué pueden los ángeles del cielo pensar de unos seres humanos pobres y sin fuerza, sujetos a la tentación, cuando el gran Dios lleno de infinito amor se compadece de ellos y está pronto para darles más de lo que pueden pedir o pensar?

Las tinieblas del malo cercan a aquellos que descuidan la oración. Las tentaciones secretas del enemigo los incitan al pecado; y todo porque ellos no se valen del privilegio de orar, cuando la oración es la llave en la mano de la fe para abrir el almacén del cielo, donde están atesorados los recursos infinitos de la Omnipotencia.

Hay ciertas condiciones de acuerdo con las cuales podemos esperar que Dios oiga y conteste nuestras oraciones:

Una de las primeras es que sintamos necesidad de la ayuda que El puede dar. Si toleramos la iniquidad en nuestro corazón, si nos aferramos a algún pecado conocido, el Señor no nos oirá: más la oración del alma arrepentida y contrita será siempre aceptada. Cuando hayamos confesado con corazón contrito, y reparado en lo posible todos nuestros pecados conocidos, podremos esperar que Dios contestará nuestras oraciones.

La oración eficaz tiene otro elemento: la fe. Cuando nos parezca que nuestras oraciones no son contestadas, debemos aferrarnos a la promesa; porque el tiempo de recibir contestación vendrá seguramente y recibiremos las bendiciones que más necesitamos. Por supuesto, pretender que nuestras oraciones sean siempre contestadas en la misma forma y según la cosa particular que pidamos, es presunción.

Cuando vamos a Dios en oración, debemos tener un espíritu de amor y perdón en nuestro propio corazón.

La perseverancia en la oración ha sido constituida en condición para recibir. Debemos orar siempre si queremos crecer en fe y en experiencia.

Debemos orar también en el círculo de nuestra familia; y sobre todo no descuidar la oración privada, porque ella es la vida del alma. La sola oración pública o con la familia no es suficiente. La oración secreta sólo debe ser oída por el Dios que oye las oraciones.

No hay tiempo o lugar en que sea impropio orar a Dios. En medio de las multitudes de las calles o en medio de una sesión de nuestros negocios, podemos elevar a Dios una oración e implorar la dirección divina.

Esfuércese nuestra alma y elévese para que Dios nos permita respirar la atmósfera celestial. Podemos mantenernos tan cerca de Dios que en cualquier prueba inesperada nuestros pensamientos se vuelvan hacia El tan naturalmente como la flor se vuelve hacia el sol. Presentad a Dios vuestras necesidades, tristezas, gozos, cuidados y temores. No podéis agobiarle ni cansarle. El no es indiferente a las necesidades de Sus hijos.

Sufrimos una pérdida cuando descuidamos la oportunidad de congregarnos para fortalecernos y edificarnos mutuamente en el servicio de Dios. Si todos los cristianos se asociaran y se hablasen unos a otros del amor de Dios y de las preciosas promesas de la redención, su corazón se robustecería, y se edificarían mutuamente.

Debemos reunirnos en torno a la cruz. Cristo, y Cristo crucificado, debe ser el tema de nuestra meditación, conversación y más gozosa emoción. Debemos recordar todas las bendiciones que recibimos de Dios; y al cerciorarnos de Su gran amor, debiéramos estar dispuestos a confiar todas las cosas a la mano que fue clavada en la cruz en nuestro favor.

El alma puede elevarse hacia el cielo en alas de la alabanza. Dios es adorado con cánticos y música en las mansiones celestiales, y al expresar nuestra gratitud nos aproximamos al culto que rinden los habitantes del cielo.

Muchos se sienten a veces turbados por las insinuaciones del escepticismo. Dios nunca nos exige que creamos sin darnos suficiente evidencia sobre la cual fundar nuestra fe. Pero, como quiera que se la disfrace, la causa real de la duda y del escepticismo es, en la mayoría de los casos, el amor al pecado. Debemos tener un deseo sincero de conocer la verdad, y en el corazón, buena voluntad para obedecerla.

—Resumen del libro, El Camino a Cristo, en las palabras de la autora.

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